Información extraída de nuestro INFORME 2021/22
El gobierno del presidente Biden manifestó su intención de restaurar el historial de Estados Unidos en materia de derechos humanos, pero los resultados obtenidos en las políticas y prácticas fueron desiguales. Las autoridades colaboraron de nuevo con las instituciones internacionales de derechos humanos de Naciones Unidas y las iniciativas multilaterales para combatir el cambio climático, pero no adoptaron políticas de asilo e inmigración respetuosas con los derechos humanos respecto a la frontera entre Estados Unidos y México ni materializaron su programa de derechos humanos en el ámbito nacional.
La política nacional siguió obstaculizando la acción eficaz del gobierno para abordar el cambio climático, los ataques discriminatorios al derecho al voto o las restricciones ilegítimas impuestas a nivel estatal sobre algunos derechos, como los derechos reproductivos o el derecho a la libertad de reunión pacífica. Algunos miembros de la oposición política siguieron cuestionando los resultados electorales de 2020 con denuncias infundadas sobre irregularidades, lo que desestabilizó el traspaso pacífico de poderes en enero mediante el fomento de protestas políticas violentas cuyo objetivo era anular el resultado de los comicios.
El gobierno del presidente Biden adoptó medidas para derogar las políticas discriminatorias del gobierno anterior hacia las personas LGBTI, lo que incluyó anular la prohibición de que las personas transgénero se incorporaran a las fuerzas armadas y restablecer la protección de los estudiantes frente a la discriminación basada en la orientación sexual y la identidad de género. Pese a todo, cientos de proyectos de ley que restringirían los derechos de la comunidad LGBTI se introdujeron en distintos estados y muchos aprobaron leyes contra los derechos de las personas LGBTI, como la prohibición de los servicios médicos de afirmación de género para las personas transgénero menores de edad en Arkansas.
La administración Biden derogó la “ley mordaza global”, una política que limitaba la ayuda externa de Estados Unidos a las organizaciones extranjeras que facilitaran información, derivaran casos o prestaran servicios de aborto legal.
Los gobiernos estatales siguieron redoblando esfuerzos para menoscabar los derechos sexuales y reproductivos al tratar de criminalizar el aborto y limitar el acceso a los servicios de salud reproductiva, y en 2021 aprobaron más restricciones al aborto que en ningún otro año.
En Texas se aprobó una ley que criminalizaba el aborto a partir de la sexta semana de embarazo —antes de que la mayor parte de las personas puedan saber que están encintas— limitando su aplicación a quienes prestaran servicios de aborto o a cualquier persona “sospechosa” de ayudar en su consecución.1 En septiembre, la Corte Suprema de Estados Unidos rechazó prohibir la ley de Texas y permitió su entrada en vigor. En diciembre, la Corte escuchó los alegatos orales respecto a una ley de Misisipi que prohibía la mayoría de los abortos a partir de la decimoquinta semana, lo que contradecía directamente las salvaguardias federales del derecho a abortar establecidas en virtud del caso Roe v. Wade.2
Las mujeres indígenas continuaban siendo víctimas de manera desproporcionada de actos de violación y violencia sexual, y carecían de acceso a asistencia básica posterior a la violación. Además, sus índices de desaparición y asesinato seguían siendo elevados. Se desconocía la cifra exacta de mujeres indígenas víctimas de violencia o desaparecidas, al no recopilar datos el gobierno ni coordinarse adecuadamente con los gobiernos de las tribus.
El incremento de los índices de violencia de género en la pareja debido a la pandemia de COVID-19 y los confinamientos consiguientes no mostró señales de remitir y, sin embargo, el principal mecanismo legislativo para financiar la respuesta a la violencia y su prevención seguía sin efecto porque el Congreso, una vez más, no renovó la autorización de la Ley sobre la Violencia contra las Mujeres.
Las autoridades siguieron limitando drásticamente el acceso al procedimiento de asilo en la frontera entre Estados Unidos y México, lo que causó un daño irreparable a muchos miles de personas —incluidos niños y niñas— que buscaban seguridad frente a la persecución u otras graves violaciones de derechos humanos en su país de origen.3
Los funcionarios de control fronterizo llevaron a cabo la devolución ilegal e innecesaria de casi un millón y medio de personas refugiadas y migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México, tanto en los puertos de entrada oficiales como en las zonas situadas entre ellos, utilizando como pretexto las disposiciones de salud pública del Título 42 del Código de Estados Unidos durante la pandemia de COVID-19. Las personas devueltas eran expulsadas sumariamente sin acceso a un procedimiento de solicitud de asilo ni a recursos jurídicos o a una evaluación individual de riesgos. Tras presentar su renuncia, un asesor jurídico principal del Departamento de Estado estadounidense denunció las expulsiones colectivas de solicitantes de asilo procedentes de Haití por entender que constituían devoluciones ilícitas.
El gobierno del presidente Biden eximió a los niños y niñas migrantes no acompañados de las expulsiones practicadas en aplicación del Título 42, pero la Patrulla Fronteriza estadounidense hizo uso indebido de una ley contra la trata de personas para seguir repatriando de manera sumaria a miles de niños y niñas mexicanos (más del 95% de los aprehendidos) sin proporcionarles acceso adecuado al procedimiento de asilo ni evaluar de manera efectiva los perjuicios que podrían sufrir a su regreso.4
Un total de 39 varones musulmanes permanecían recluidos de manera arbitraria e indefinida bajo custodia del ejército de Estados Unidos en el centro de detención de la base naval estadounidense de Guantánamo (Cuba) en contravención del derecho internacional. Las autoridades avanzaron poco en el cierre del centro, pese a que el gobierno había declarado su intención de hacerlo.
En octubre, la Junta de Revisión Periódica aprobó el traslado de dos detenidos de Guantánamo, elevando así a 12 el número de personas que permanecían en el centro tras haberse autorizado su traslado, en algunos casos, hacía más de un decenio. Desde enero de 2017, únicamente dos hombres —tan sólo uno desde que Joseph Biden tomara posesión— habían sido trasladados fuera del centro. Ninguno de los demás detenidos tenía acceso a tratamiento médico adecuado, y los que habían sobrevivido a las torturas y otros malos tratos infligidos por agentes estadounidenses no recibían servicios de rehabilitación apropiados.
Diez de ellos se enfrentaban a cargos en el sistema de comisiones militares, contrario al derecho y las normas internacionales sobre juicios justos, y podían ser condenados a muerte en caso de ser declarados culpables. El uso de la pena capital en casos como esos, tras procedimientos que incumplían las normas internacionales, constituiría una privación arbitraria de la vida.
Estaba previsto que los juicios de los acusados de delitos relacionados con los atentados del 11 de septiembre de 2001 comenzaran el 11 de enero de 2021, pero tras la suspensión de las vistas en 2020 y la mayor parte de 2021 —y después de nueve años de vistas preliminares— los casos distaban mucho de estar listos para el juicio.5
Las autoridades no adoptaron ni implementaron las importantes medidas de supervisión y rendición de cuentas de la policía que el gobierno había prometido en respuesta a las protestas contra la violencia policial que habían tenido lugar en todo el país en 2020 y durante las cuales los agentes encargados de hacer cumplir la ley recurrieron de forma generalizada al uso excesivo de la fuerza.
Además, los legisladores y legisladoras federales y los de al menos 36 estados introdujeron más de 80 propuestas legislativas que limitaban la libertad de reunión, y 9 estados incorporaron 10 de esos proyectos de ley en su ordenamiento jurídico. Al concluir el año, 18 estados tenían pendientes de aprobación otros 44 proyectos de ley en la misma dirección. Entre las restricciones jurídicas propuestas a la libertad de reunión figuraba el incremento de las sanciones por actos de desobediencia civil relacionados con proyectos de infraestructura tales como oleoductos, la obstrucción de carreteras y los daños a monumentos. Otras leyes pretendían —entre otras cosas— evitar la reducción de los presupuestos de los gobiernos locales dedicados a la actuación policial y eliminar la responsabilidad civil de quienes, al conducir vehículos, golpearan a manifestantes que estuvieran bloqueando calles.
En cambio, la cámara legislativa del estado de California aprobó nuevas leyes que proporcionaban amplios mecanismos de protección a los periodistas que informaran sobre reuniones públicas —profesionales que en 2020 habían sido con frecuencia objeto de detención y violencia por parte de agentes encargados de hacer cumplir la ley— y establecían normas y reglamentos aplicables en todo el estado sobre el uso de armas de proyectiles de impacto cinético y de sustancias químicas con el propósito de hacer cumplir la ley durante reuniones públicas.
Se tuvo noticia de la muerte de al menos 1.055 personas por disparos de la policía, lo que suponía un ligero incremento con respecto a años anteriores. La escasa información pública disponible entre 2015 y 2021 sugería que la población negra sufría de forma desproporcionada el uso de medios letales por parte de la policía. El programa del gobierno federal destinado a registrar estas muertes anualmente aún no se había implementado.
En abril, la cámara legislativa del estado de Maryland aprobó una ley parlamentaria sobre uso de la fuerza e invalidó el veto del gobernador a la misma, con lo que sólo quedaban seis estados sin leyes que regularan el uso policial de la fuerza. Con todo, ninguna de las leyes estatales existentes en relación con el uso de medios letales por parte de la policía se ajustaba al derecho y las normas internacionales.
El Senado de Estados Unidos no introdujo la Ley sobre Justicia en la Actuación Policial (Ley George Floyd), que planteaba un conjunto de propuestas de ambos partidos para reformar ciertos aspectos de la función policial.
Los informes anuales por países sobre prácticas de derechos humanos elaborados por el Departamento de Estado se presentaron acompañados del reconocimiento público por parte del secretario de Estado de la importancia de los defensores y defensoras de los derechos humanos y los riesgos a los que esas personas se enfrentaban. El gobierno del presidente Biden también publicó de nuevo la política sobre el apoyo de Estados Unidos a las personas defensoras de los derechos humanos, que llevaba varios años relegada.
En mayo, los medios de comunicación revelaron que las autoridades estadounidenses habían seguido y acosado durante 2018 y 2019 a personas que defendían activamente los derechos humanos en la zona de la frontera entre Estados Unidos y México, con medidas que incluían una lista de vigilancia —de carácter ilegal— de las personas activistas en el país. Esta información aparecía detallada en el informe Salvar vidas no es un delito. Hostigamiento jurídico de motivación política, ejercido por Estados Unidos contra quienes defienden los derechos humanos de las personas migrantes, publicado por Amnistía Internacional en 2019.
Tanto periodistas como personas defensoras de los derechos humanos continuaban denunciando actos de intimidación y hostigamiento por parte de las autoridades cuando cruzaban la frontera o realizaban su trabajo en México, lo que les afectaba tanto en su capacidad profesional como en su bienestar general. En septiembre, la Oficina del Inspector General del Departamento de Seguridad Nacional hizo público un informe en el que se confirmaba que funcionarios de este organismo habían hostigado de forma ilegítima a periodistas y activistas en la frontera sin una base jurídica adecuada y, en algunos casos, encubierto las violaciones de derechos humanos que habían cometido destruyendo las pruebas de sus comunicaciones y coordinación con las autoridades mexicanas respecto a tales abusos.
En marzo, Virginia se convirtió en el vigésimo tercer estado de Estados Unidos en abolir la pena de muerte.
En enero, durante los últimos días de la administración Trump, el gobierno federal llevó a cabo tres ejecuciones, continuando así el retroceso iniciado en 2020 respecto a la moratoria de las ejecuciones federales que había durado 17 años. En julio de 2021, el Departamento de Justicia estadounidense estableció una moratoria de las ejecuciones federales en el contexto de una revisión de sus políticas en relación con la pena capital. Sin embargo, el gobierno federal continuó propugnando la pena de muerte en ciertos casos. Las ejecuciones efectuadas por los estados se reanudaron en 2021 tras la pausa de 2020 provocada por la pandemia, así como por la conclusión de los litigios judiciales sobre los protocolos de ejecución en algunos estados.
Una década después de que decenas de personas estuvieran recluidas en el contexto de un sistema de centros de detención secreta gestionado por la CIA y autorizado desde 2001 hasta 2009, nadie había comparecido ante la justicia por las violaciones sistemáticas de derechos humanos cometidas en el marco de ese programa, incluidas desapariciones forzadas, tortura y otros malos tratos. El informe del Comité de Inteligencia del Senado sobre los actos de tortura de la CIA seguía bajo secreto años después de que las escasas investigaciones realizadas sobre esos delitos se hubieran cerrado sin que se presentaran cargos contra nadie.
El Congreso estadounidense no aprobó en 2021 el reglamento sobre el acceso a las armas de fuego. La continua inacción del gobierno a la hora de proteger a las personas frente a una situación persistente de violencia armada seguía vulnerando los derechos humanos de la población, entre otros el derecho a la vida, a la seguridad de la persona y a no sufrir discriminación.
El aumento de la venta de armas de fuego durante la pandemia de COVID-19, el acceso sin restricciones a este tipo de armas, la ausencia de legislación integral sobre seguridad y armas (incluida la regulación efectiva de la adquisición, la posesión y el uso de armas de fuego) y la falta de inversión en programas adecuados de prevención e intervención en materia de violencia con armas de fuego perpetuaron este tipo de violencia.
Se estimaba que en 2020 habían muerto al menos 44.000 personas víctimas de la violencia con arma de fuego. Durante la pandemia de COVID-19, en 2020 y 2021, las autoridades gubernamentales de algunos estados agravaron este tipo de violencia al declarar los comercios de armas “establecimientos esenciales”.
En mayo, el Departamento de Justicia propuso un reglamento que actualizaba las definiciones de “arma de fuego” y sus componentes por primera vez desde 1968, y señaló que, entre 2016 y 2020, los agentes encargados de hacer cumplir la ley habían recuperado 23.000 armas de fuego sin número de serie (conocidas como “armas fantasma”) de posibles lugares de comisión de delitos.
En noviembre de 2021, la Corte Suprema de Estados Unidos vio su primera causa en más de un decenio en relación con el derecho a usar armas de fuego. Su resolución final podría determinar si las personas estarían facultadas para llevar un arma de fuego en público sin demostrar una “causa adecuada” ni respetar los niveles de licencia.
El gobierno estadounidense empleó reiteradamente fuerza letal en países de todo el mundo, incluidos drones armados, incumpliendo con ello las obligaciones que había contraído en virtud del derecho internacional de los derechos humanos y, en su caso, del derecho internacional humanitario. ONG, expertos de la ONU y medios de comunicación documentaron cómo esos ataques, llevados a cabo en zonas de conflicto armado y fuera de ellas, herían o privaban arbitrariamente de su derecho a la vida a personas protegidas —entre ellas numerosos civiles—, lo que en algunos casos constituía crimen de guerra.
El gobierno debilitó los mecanismos de protección de la población civil durante operaciones letales, lo que incrementaba la probabilidad de que se cometieran homicidios ilegítimos, impedía la valoración de la legalidad de los ataques y obstaculizaba la rendición de cuentas y el acceso a la justicia y a recursos efectivos en el caso de las víctimas de homicidios ilegítimos y de otro tipo.
El gobierno siguió ocultando información relativa a las normas jurídicas y de política, así como los criterios que las fuerzas estadounidenses aplicaban al emplear medios letales, pese a las peticiones de aclaración al respecto de expertos y expertas de Naciones Unidas en derechos humanos. Las autoridades tampoco proporcionaron reparación por los homicidios de civiles. El gobierno del presidente Biden inició una revisión de las políticas sobre el uso de medios letales, pero no facilitó información respecto a qué aspectos cambiarían en el caso de que lo hicieran. Mientras tanto, las fuerzas estadounidenses siguieron lanzando ataques con drones, que mataron o hirieron a civiles de manera ilegítima.
En marzo, el gobierno aceptó las recomendaciones del Examen Periódico Universal formuladas por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU para garantizar el derecho a la vivienda y combatir el sinhogarismo. Sin embargo, conforme las moratorias —federal y estatales— de los desalojos durante la pandemia de COVID-19 comenzaron a expirar en el segundo semestre de 2021, la Corte Suprema de Estados Unidos anuló las iniciativas de la administración Biden para prorrogar la moratoria federal por motivos de salud pública. Al mismo tiempo, algunos gobiernos municipales y estatales pusieron fin a las medidas especiales puestas en marcha con carácter temporal para dar alojamiento a quienes carecían de vivienda, y algunas ciudades reanudaron o ampliaron el desmantelamiento de los campamentos de personas sin hogar.
Algunos miembros del Congreso reintrodujeron la Ley de la Vivienda como Derecho Humano para abordar las causas fundamentales del sinhogarismo y lograr que el creciente número de personas sin hogar tuviera acceso a una vivienda y otras formas de alojamiento.
El gobierno se unió de nuevo al Acuerdo de París y trató de anular los cientos de leyes y políticas aprobadas durante la administración anterior para desregular los sectores de la energía y el medioambiente. Esas leyes incluían revertir las normas en relación con la ceniza de carbón y las centrales eléctricas alimentadas con ese mismo combustible. Aun así, el gobierno no logró eliminar todas las medidas regresivas y siguió aprobando proyectos de explotación petrolera en terrenos federales.
Durante 2021 se produjeron en todo el país frecuentes catástrofes naturales relacionadas con el cambio climático, como incendios forestales sin precedente, huracanes e inundaciones en las zonas costeras, que provocaron destrucción y muerte.
El gobierno de Joe Biden adoptó varias medidas positivas durante su primer año de mandato para respaldar y apoyar el marco internacional de los derechos humanos y los mecanismos de supervisión.
En marzo, el gobierno aceptó la mayoría de las recomendaciones formuladas por el Consejo de Derechos Humanos tras el tercer Examen Periódico Universal de Estados Unidos, aunque señaló que apoyaba sólo de principio algunas de las recomendaciones, las cuales podría no aplicar, como el cierre del centro de detención de Guantánamo.
En abril, el gobierno anuló las sanciones contra el personal de la Corte Penal Internacional impuestas por la administración anterior, aunque siguió rechazando la jurisdicción de dicho organismo sobre los presuntos crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Afganistán e Irak, entre otros lugares.
En octubre, Estados Unidos se reincorporó al Consejo de Derechos Humanos de la ONU —tres años después de que el gobierno anterior lo hubiera abandonado— y cursó una invitación permanente a los procedimientos especiales. En noviembre, el relator especial sobre cuestiones de las minorías realizó la primera visita que un procedimiento especial de la ONU hacía a Estados Unidos desde 2017.
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