Información extraída de nuestro INFORME 2021/22
El grupo armado conocido localmente como Al Shabaab, las fuerzas de seguridad del gobierno y los agentes militares privados siguieron cometiendo crímenes de guerra y otras violaciones graves de derechos humanos. Las autoridades gestionaron de forma deficiente la crisis humanitaria de Cabo Delgado y menoscabaron gravemente el derecho a la alimentación, al agua, a la educación, a la vivienda y a la salud. La violencia contra las mujeres y las niñas continuó incontrolada. Las madres gestantes recibían un trato inhumano, y eran golpeadas, insultadas y humilladas en las maternidades públicas. Las autoridades reprimieron la actividad en el espacio cívico mediante la intimidación, el hostigamiento y las amenazas contra activistas de la sociedad civil y periodistas.
El conflicto armado en la provincia de Cabo Delgado siguió siendo el problema más importante, y el presidente Nyusi fue objeto de críticas por su deficiente gestión del conflicto. Sometido a una presión cada vez mayor de la Comunidad para el Desarrollo del África Austral (SADC), el presidente cedió a la petición de desplegar tropas extranjeras en la región, donde al terminar el año tropas mozambiqueñas, ruandesas y de la SADC combatían a los insurgentes.
El juicio por la “deuda oculta” desveló, de forma limitada, la trama de corrupción que había impulsado al país a la crisis económica, lo que ahondó aún más la impopularidad del partido gobernante, el Frente de Liberación de Mozambique.
La población civil se vio atrapada entre tres fuerzas armadas en el conflicto de Cabo Delgado, en el que más de 3.000 personas habían muerto desde su inicio. Combatientes del grupo armado rebelde conocido localmente como Al Shabaab (al que no se creía relacionado con la milicia Al Shabaab de Somalia) mataron a civiles utilizando los métodos más terribles, saquearon sus bienes, quemaron sus viviendas y secuestraron a mujeres, niñas y niños. Las fuerzas de seguridad de Mozambique cometieron abusos contra personas a las que debían proteger, y las sometieron a hostigamiento, extorsión, tortura, desapariciones forzadas y homicidios extrajudiciales. La empresa militar privada Dyck Advisory Group, contratada por el gobierno como fuerza de reacción rápida, disparó ametralladoras y lanzó indiscriminadamente explosivos desde helicópteros, con frecuencia sin distinguir entre objetivos civiles y militares. El número de víctimas mortales continuó aumentando durante todo el año.1
Casi un millón de personas (sobre todo mujeres, niños y niñas y personas de edad avanzada) estaban internamente desplazadas en viviendas de familiares y amigos y en campos situados en asentamientos relativamente seguros en el sur de la provincia de Cabo Delgado, donde carecían de acceso adecuado a alimentos, agua, educación, salud y vivienda. La escasez de alimentos afectó principalmente a mujeres, niños y niñas, cuya salud se vio amenazada. Las autoridades responsables de la distribución de ayuda alimentaria exigieron favores sexuales a las mujeres desplazadas a cambio de su inscripción en registro, documentación y ayuda alimentaria. Las personas desplazadas se establecieron en lugares sin agua y saneamiento adecuados, en viviendas abarrotadas, sin intimidad ni ventilación adecuada, lo que ponía en peligro su salud. Los asentamientos ofrecían escasos servicios de salud y educación, y un gran número de niños y niñas no asistían a la escuela.
La violencia contra las mujeres y las niñas siguió siendo endémica, y apenas se tomaron medidas para hacer rendir cuentas a los responsables. Aunque esta violencia estaba muy extendida antes de la pandemia de COVID-19, se agravó aún más mientras estuvieron vigentes las medidas restrictivas adoptadas para controlar el virus, según defensores y defensoras y organizaciones de derechos humanos locales.2
En junio salieron a la luz revelaciones de que, desde hacía años, el personal auxiliar de la prisión de mujeres de Ndlavela, en la provincia de Maputo, tenía implantado un complejo sistema para someter a las presas a abusos sexuales y explotación.
En marzo, un hombre mató brutalmente a su esposa con una barra de hierro en Beira (provincia de Sofala), aduciendo que la mujer había estado bebiendo cerveza con un vecino. En abril, en Balama (provincia de Cabo Delgado), un hombre mató a golpes a su esposa porque sospechaba que había tenido una aventura. En la provincia de Nampula, en julio, un hombre ató a su esposa, vertió gasolina sobre ella y le prendió fuego por sospechar su infidelidad. En septiembre, el conserje de un centro escolar agredió sexualmente a una niña de 16 años cuando se dirigía a la escuela, tras amenazarla con violencia física. En todos esos casos, los autores permanecían bajo custodia policial. En agosto se descubrió a un responsable de recursos humanos de una escuela primaria del distrito de Murrupula (provincia de Nampula) agrediendo sexualmente a una alumna de 14 años con autismo. La policía desestimó el caso y obligó a la familia de la niña a presentarlo ante la fiscal del distrito, que lo asignó a una unidad de investigación de la policía.
Las organizaciones de mujeres locales recibieron testimonios de decenas de mujeres que describieron que habían sido objeto de agresión física, insultos y humillación por parte de enfermeras y matronas en algunas maternidades públicas. Las mujeres embarazadas sentían pavor ante la perspectiva de dar a luz a sus bebés en hospitales y clínicas públicos debido a la violencia obstétrica. Con frecuencia, los abusos tenían lugar de noche, cuando no estaban quienes supervisaban al personal. Un número considerable de mujeres que habían dado a luz a sus bebés en maternidades dijeron que se esperaba que pagaran sobornos a matronas y enfermeras para recibir un trato respetuoso y digno. Si no accedían a hacerlo, quedaban desatendidas mientras rompían aguas y a punto de dar a luz a sus bebés y se veían obligadas a negociar el pago de sobornos en los momentos de máximo miedo y dolor físico. A pesar de las reiteradas peticiones de los grupos de defensa de los derechos de las mujeres, las autoridades mozambiqueñas aparentemente no hicieron nada para abordar el problema poniendo a las personas responsables a disposición de la justicia o indemnizando a las sobrevivientes.
Las autoridades restringieron la actividad existente en el espacio de la sociedad civil. En varias ocasiones, la policía impidió a activistas ejercer sus derechos cívicos, entre ellos el de reunión pacífica.
En mayo, la policía dispersó a estudiantes que protestaban pacíficamente contra una nueva ley que concedía al personal que trabajaba en el Parlamento unas prestaciones que quienes se manifestaban consideraban excesivas. En junio, la policía impidió que los activistas del Centro para la Democracia y el Desarrollo presentaran una lista de sus motivos de preocupación al Tribunal Administrativo. La protesta estaba motivada por la construcción de puestos de peaje urbanos en la carretera de circunvalación de Maputo. En septiembre, unos agentes de policía golpearon y detuvieron arbitrariamente en la provincia de Nampula a seis periodistas que cubrían una protesta pacífica contra las demoras del gobierno en el pago de subvenciones relacionadas con la COVID-19. En octubre, la policía impidió que varios profesionales de la medicina protestaran pacíficamente en solidaridad con otro colega que formaba parte de un grupo de personas que habían sido secuestradas. El alcalde de Maputo afirmó que no había autorizado el acto, aunque la Constitución sólo exigía que quienes lo organizaban informaran a las autoridades —no que pidieran permiso— con cuatro días de antelación a la fecha prevista para la concentración.
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