Información extraída de nuestro INFORME 2021/22
La situación de los derechos humanos empeoró radicalmente tras el golpe de Estado de febrero. Las fuerzas de seguridad mataron a más de un millar de personas y detuvieron a muchos miles más que se oponían a la toma del poder por el ejército. Se recibieron informes sobre torturas generalizadas de personas detenidas. Decenas de miles de personas se vieron forzadas a desplazarse debido al conflicto armado, en el que el ejército llevó a cabo ataques indiscriminados y ataques contra civiles y bienes de carácter civil. El número de personas que continuaban desplazadas a causa de conflictos o de actos de violencia ocurridos en el pasado era igualmente elevado. La población de las zonas afectadas por el conflicto armado carecía de servicios básicos, y en algunas zonas el ejército impidió el reparto de ayuda humanitaria. El ejército sometió a las mujeres y a las niñas a violencia sexual. Se negó a los niños y niñas el derecho a la educación. Decenas de personas fueron condenadas a muerte in absentia por tribunales militares.
El ejército dio un golpe de Estado el 1 de febrero y detuvo a la consejera de Estado, Aung San Suu Kyi, y al presidente de la República, U Win Myint, junto con otros altos cargos del partido gobernante, la Liga Nacional para la Democracia. Para gobernar el país, el ejército creó el Consejo Administrativo del Estado, dirigido por el general Min Aung Hlaing, que fue también designado primer ministro cuando ese cargo fue restablecido en agosto.
Tras la toma del poder por los militares, miles de personas de todo el país participaron en protestas, y trabajadores de los sectores tanto público como privado se sumaron a un movimiento multitudinario de desobediencia civil.
El Comité de Representación de la Asamblea de la Unión (Pyidaungsu Hluttaw), grupo de miembros de la Asamblea —mayoritariamente de la Liga Nacional para la Democracia— elegidos en las urnas, formó un gobierno de unidad nacional, encabezado por Duwa Lashi La como presidente en funciones, en sustitución del encarcelado U Win Myint. Este gobierno, que incluía también representantes de grupos étnicos minoritarios, fue declarado grupo terrorista por el ejército.
El 5 de mayo, el gobierno de unidad nacional anunció el establecimiento de una Fuerza Popular de Defensa para contrarrestar la “violencia contra la población y las ofensivas militares” del Consejo Administrativo del Estado. El 7 de septiembre, el gobierno de unidad nacional declaró una “guerra defensiva popular”, con lo que la violencia se intensificó en todo Myanmar. También se recrudecieron los combates entre las fuerzas del gobierno militar y las organizaciones étnicas armadas.
El gobierno militar reprimió con violencia a quienes se opusieron al golpe de Estado de febrero, y utilizó profusamente balas de goma, gas lacrimógeno, cañones de agua, proyectiles de munición real y otras formas de fuerza letal contra manifestantes. Según la ONG Asociación de Apoyo a los Presos Políticos de Birmania (AAPP), hasta el 31 de diciembre las fuerzas de seguridad del gobierno militar habían matado al menos a 1.384 personas, —incluidos 91 niños y niñas— y detenido a 11.289.
Entre las víctimas mortales había manifestantes y transeúntes. El 10 de marzo, tras haber examinado más de 50 vídeos de la oleada de represión en curso, Amnistía Internacional concluyó que el ejército había utilizado tácticas y armas letales, adecuadas sólo para el campo de batalla, contra manifestantes pacíficos de pueblos y ciudades de todo el país.1 Por ejemplo, hubo informes de que el 2 de mayo las fuerzas de seguridad habían lanzado granadas contra una multitud que se manifestaba en el estado de Kachin, al norte del país. Asimismo, en numerosas ocasiones se vio a soldados disparar indiscriminadamente con munición real en áreas urbanas.
Miles de médicos y profesionales de la salud se sumaron a las protestas y se negaron a trabajar bajo el gobierno militar, aunque en muchos casos prestaron atención médica a manifestantes heridos y a pacientes de COVID-19 y de otras enfermedades fuera de los hospitales estatales. Hasta el 31 de diciembre, al menos 12 profesionales de la salud habían sido víctimas de homicidio, y 86 continuaban recluidos.
Además, las autoridades militares atacaron a sindicalistas, trabajadores y funcionarios que participaron en protestas para exigir el regreso de la democracia. Se recurrió a actos de intimidación y amenazas para obligar a los trabajadores a volver al trabajo, y entre las personas detenidas y muertas figuraban líderes sindicales y trabajadores.
El gobierno militar anunció una reforma del Código Penal que penalizaba tanto la intención de criticar como la crítica a las acciones del gobierno. Así, se añadía el artículo 505.a, que penalizaba los comentarios que “causaran temor” y difundieran “noticias falsas” y sancionaba a cualquier persona que “cometiera o promoviera, directa o indirectamente, un delito contra un empleado del gobierno”. Hasta el 31 de diciembre habían sido declaradas culpables 189 personas en aplicación de ese artículo. Según la AAPP había al menos otras 1.143 personas recluidas en espera de condena, y se habían emitido órdenes judiciales contra otras 1.545, invocando, entre otros, el artículo 505.a, que disponía penas de hasta tres años de cárcel.
En el Código de Procedimiento Penal también se introdujeron nuevas disposiciones que permitían registros, confiscaciones, detenciones, vigilancia e interceptación de las comunicaciones sin necesidad de orden judicial.
Las autoridades militares impusieron periódicamente cortes de Internet y de las telecomunicaciones en todo el país, violando así el derecho a la libertad de expresión. En zonas donde se desarrollaban operaciones del ejército, como el municipio de Hpakant (estado de Kachin), el estado de Chin y las regiones de Sagaing, Magway y Mandalay, se suspendieron los servicios de Internet y wifi y, en algunos casos, se cortaron las redes de telefonía móvil. Esto obstaculizó gravemente las comunicaciones, incluidas las relativas a violaciones de los derechos humanos cometidas por las fuerzas de seguridad, y afectó a las operaciones humanitarias
Las autoridades militares cerraron al menos cinco publicaciones independientes de noticias y revocaron las licencias de ocho medios de comunicación. Tras el golpe de Estado se detuvo al menos a 98 periodistas, tres de ellos extranjeros. El periodista Ko Soe Naing murió mientras se encontraba bajo custodia.
Al concluir el año continuaban recluidos al menos 46 periodistas y profesionales de los medios de comunicación. De ellos, 13 habían sido declarados culpables y condenados a prisión.
A principios de diciembre, un tribunal condenó a Aung San Suu Kyi a cuatro años de cárcel —que, más tarde, fueron reducidos a dos— por cargos falsos de incitación a la disidencia e incumplimiento de las normas contra la COVID-19. Con respecto a los demás cargos presentados contra ella, los fallos judiciales correspondientes quedaron aplazados.2
Según la AAPP, el 31 de diciembre continuaban recluidas al menos 8.338 de las personas que habían sido detenidas a partir del 1 de febrero, incluidos 196 niños y niñas. Entre ellas figuraban, además de periodistas, miembros de la Liga Nacional para la Democracia y familiares suyos, manifestantes pacíficos, integrantes del movimiento de desobediencia civil, activistas de otros movimientos y transeúntes. Quienes pudieron visitar a sus familiares recluidos afirmaron haber observado en ellos lesiones físicas y otros signos de tortura o malos tratos. Asimismo, la ONU documentó el empleo generalizado de la tortura por parte de las fuerzas de seguridad contra personas detenidas, en algunos casos con resultado de muerte.
Además, tanto la ONU como otros observadores documentaron violencia sexual o amenazas de violencia sexual—por ejemplo, en los interrogatorios— a mujeres, niñas y, en algunos casos, hombres detenidos durante las protestas. Se recibieron noticias sobre la tortura, incluida violencia sexual, de personas LGBTI detenidas durante los actos de protesta, a los que asistían, a menudo, con la bandera del arco iris.
El ejército utilizó la estrategia de los “cuatro cortes” para impedir que a las organizaciones étnicas armadas y a la Fuerza Popular de Defensa les llegaran fondos, alimentos, información y reclutas, lo cual tuvo nefastas consecuencias para la población civil. Los militares lanzaron ataques aéreos, bombardeos y ataques incendiarios contra ciudades y pueblos de los estados étnicos de Kayah, Kayin, Kachin y Chin y de las regiones de Sagaing, Magway y Thanintharyi. El relator especial de la ONU sobre la situación de los derechos humanos en Myanmar comunicó que en septiembre eran ya 200.000 las personas que se habían visto obligadas a desplazarse para escapar de los ataques del ejército.
En mayo, ante las agresiones de una nueva unidad de la Fuerza Popular de Defensa, la Fuerza de Defensa de Chin, el ejército sitió la ciudad de Mindat (estado de Chin), para lo cual recurrió a artillería pesada y cortó servicios esenciales. Según la ONU, el ejército utilizó como escudos humanos a unas 15 personas del lugar —entre ellas, una mujer embarazada—, mientras que otras quedaron atrapadas, sin agua ni electricidad. En octubre, cuando se intensificaron los enfrentamientos entre el ejército y la Fuerza de Defensa de Chin, se recibieron también noticias sobre ataques incendiarios perpetrados por el ejército. Según informes, sólo en la localidad de Thantlang se destruyeron al menos 160 viviendas y cuatro iglesias a finales de octubre.
De mayo a noviembre, el ejército lanzó ataques de represalia contra pueblos de los estados de Kayah y Shan del Norte en respuesta a los ataques de la Fuerza de Defensa de las Nacionalidades Karenni —fuerza conjunta de las organizaciones étnicas armadas y la Fuerza Popular de Defensa— contra instalaciones policiales y militares de los municipios de Demoso y Loikaw (estado de Kayah) y de Pekon (estado de Shan del Sur). Durante los sucesivos ataques del ejército contra estas zonas perdieron la vida al menos 55 civiles y, según informes, se destruyeron iglesias.
En diciembre, las noticias sobre el homicidio de al menos 35 civiles —entre ellos, cuatro niños y dos trabajadores humanitarios de Save the Children— en el estado de Kayah, al este del país, provocaron la condena del Consejo de Seguridad de la ONU y avivaron los llamamientos en favor de un embargo internacional de armas al gobierno militar de Myanmar.
También se tuvo noticia de violaciones y otros actos de violencia sexual cometidos por el ejército contra mujeres, niños y niñas en las zonas afectadas por el conflicto. Según los medios de comunicación, en noviembre unos soldados violaron en grupo a una mujer ante su esposo durante una incursión militar en la localidad de Aklui, perteneciente al municipio de Tedim (estado de Chin). Además, conforme a la información facilitada, la hermana de la víctima, que vivía en el mismo pueblo y estaba embarazada, fue también violada. La misma fuente afirmó que los militares habían violado a una mujer de 62 años en el municipio de Kutkai (estado de Shan del Norte).
Hasta el 9 de diciembre, los ataques indiscriminados y los ataques dirigidos contra civiles y bienes de carácter civil —llevados a cabo fundamentalmente por el ejército—, sumados a los enfrentamientos entre el ejército, las organizaciones étnicas armadas y la Fuerza Popular de Defensa, habían desplazado ya a más de 284.700 personas, entre ellas más de 76.000 niños y niñas.
Antes del golpe militar había ya unas 336.000 personas internamente desplazadas. De ellas, 130.000 vivían en campos de los estados de Kachin y Shan del Norte y de zonas del sureste del país, y más de 90.000 eran personas de los estados de Rajine y Chin desplazadas por los enfrentamientos entre el Ejército de Arakán y el ejército antes del fin de las hostilidades entre ambos, en noviembre de 2020. Preocupaba la falta de acceso humanitario a muchos de los lugares en los que vivían.
Al menos 126.000 musulmanes rohinyás permanecían, en la práctica, internados en campos del estado de Rajine desde los actos de violencia de 2012. Tras el golpe de Estado, las autoridades locales restablecieron una orden que restringía aún más la libertad de circulación de las comunidades rohinyás residentes en el norte de Rajine. Estas comunidades seguían teniendo acceso limitado a servicios básicos, tales como la atención a la salud y la educación. El rápido deterioro de la situación de los derechos humanos en Myanmar impidió la creación de un ambiente propicio para el regreso voluntario de la población rohinyá que se había refugiado en Bangladesh en 2016 y 2017 para huir de las atrocidades que se cometían en el estado de Rajine.
Las autoridades militares restringieron el acceso de ayuda humanitaria a las personas internamente desplazadas en los estados de Kayah, Chin y Shan. Según informes, se bloquearon carreteras y los soldados impidieron el paso a convoyes de ayuda. En junio, el ejército destruyó una ambulancia e incendió reservas de arroz y medicamentos destinadas a la población desplazada del municipio de Pekon (estado de Shan).3 En otras zonas, como los estados de Kachin y Rajine, las autoridades militares impusieron a las organizaciones humanitarias requisitos adicionales para poder viajar, que provocaron importantes retrasos en la entrega de ayuda humanitaria a grupos de población vulnerables.
En julio y septiembre estallaron enfrentamientos entre tres organizaciones étnicas armadas del estado de Shan: el Consejo de Restauración del Estado de Shan, el Ejército del Estado de Shan del Norte y el Ejército de Liberación Nacional Ta’ang. Según informes, estos grupos secuestraron a lugareños y los sometieron a trabajos forzados.
Tras la toma del poder por el ejército, el sistema de salud se desmoronó en la práctica, al sumarse el personal sanitario al movimiento de desobediencia civil y verse el país sacudido por una tercera ola de COVID-19. Las fuerzas de seguridad atacaron y detuvieron a personal sanitario que facilitaba cuidados médicos en la clandestinidad, atendiendo, por ejemplo, a manifestantes heridos. Según la OMS, a lo largo del año se produjeron más de 286 ataques contra personal y centros médicos, cifra que representaba más de un tercio de los ataques de este tipo en todo el mundo. La mayoría de estos ataques se atribuyeron al ejército, aunque también se tuvo noticia de atentados con bomba perpetrados por agresores no identificados contra hospitales gestionados por el ejército. A lo largo del año perdieron la vida al menos 26 trabajadores y trabajadoras de la salud, y 64 resultaron heridos.
El gobierno militar menoscabó aún más la respuesta ante la COVID-19 al confiscar equipos de protección individual y suministros de oxígeno —de por sí, muy escasos— en los estados de Chin, Kayin y Yangón para su uso por el ejército. Según informes, las fuerzas de seguridad abrieron fuego para dispersar una cola de personas que esperaban bombonas de oxígeno en Yangón.
Las mujeres y las niñas tuvieron dificultades de acceso a los servicios de atención de la salud sexual y reproductiva, sobre todo en áreas afectadas por el conflicto armado. Se recibieron noticias sobre mujeres desplazadas que daban a luz sin acceso a servicios médicos básicos. En varios de los casos de los que se tuvo noticia, en los estados de Kayah y Shan, los bebés recién nacidos de familias desplazadas habían muerto por falta de atención médica y refugio adecuados.
Casi 12 millones de niños, niñas y jóvenes se vieron privados de acceso a la educación formal por el cierre de escuelas, institutos y universidades a causa de la COVID-19, a lo que se sumaban el conflicto armado y las medidas tomadas por las autoridades militares. Se detuvo a docentes que participaban en el movimiento de desobediencia civil, y al acabar noviembre al menos 139 estaban recluidos. Agentes no identificados bombardearon o atacaron por otros medios escuelas y centros de enseñanza. Sólo en el mes de mayo, se recibieron informes sobre 103 ataques de ese tipo. El ejército ocupó escuelas y campus universitarios de todo Myanmar.
Los tribunales militares condenaron a muerte a decenas de personas —varias de ellas, menores de edad— en juicios sin las debidas garantías. Muchas de estas personas fueron juzgadas in absentia.
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