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Los españoles en los campos nazis
Mariano Constante
. 'Los años rojos. Los españoles en los campos nazis'. Ediciones Martínez Roca, 1974 (p. 105 a 122)
Mauthausen fue, con Auschwitz, Buchenwald, Dachau, Flossenburg, Neuengamme, Sachsenhausen y Rawensbruck -este último de mujeres-, el término final de la odisea trágica de miles de españoles republicanos, hechos prisioneros por los nazis en Francia desde 1940 a 1944. En Auschwitz -cerca de Cracovia, en Polonia-, en Sach-sensausen -junto a Berlín-, en Flossenburg -entre Nuremberg y Pilsen, en la frontera alemano-checa-, en Neuengamme -cerca de Hamburg-, fueron encerrados un número reducido de españoles. En cambio, en Dachau -cerca de Munich- y Buchenwald -cerca de Leipzig-, hubo bastantes más, procedentes casi todos de las cárceles francesas, por haber participado en acciones armadas de la Resistencia Francesa contra los invasores alemanes. Otros habían sido fusilados en Francia pues, generalmente, cuando los nazis descubrían un republicano español, lo fusilaban inmediatamente. Muchas estelas hay diseminadas por el territorio francés, con las inscripciones: "Aquí fue asesinado un republicano español anónimo." El campo de Rawensbruck "albergó" a varias compatriotas nuestras, todas ellas miembros también de la Resistencia Francesa. Algunas de ellas fueron trasladadas a Mauthausen, en 1945, al evacuar aquel campo los nazis.

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El campo de Mauthausen, situado en la cima de una colina que domina el valle del Danubio, hubiera podido ser un paraje idílico, dado su situación geográfica, si no hubiera tenido el triste privilegio de ser construido para el exterminio de miles de personas. En una de las vertientes de la colina está situada la cantera de Wienergraben. Esta cantera pertenecía al ayuntamiento de Viena antes de la anexión de Austria de 1938. Los SS la adquirieron para explotarla con la mano de obra del campo, en el verano de 1938. Un grupo de prisioneros traídos de Dachau empezó la construcción de dicho campo.

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Al bajar del tren, mi primera visión a través de la penumbra y de neblina matinal fue una fila de soldados, con el casco de acero, y en la mano el fusil con la bayoneta calada.

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Escoltados por unos 150 SS, atravesamos el pueblo de Mauthausen. Ni un sólo ser viviente en la calle principal. Las casas estaban cerradas. Ni siquiera se oía el ladrido de un perro al pasar nosotros, como si al paso de las hordas hitlerianas llevando su rebaño al matadero, todo ser viviente, hombres y animales, hubieran quedado petrificados. Una vez cruzado el pueblo, comenzó la subida hacia el campo, por un camino estrecho, resbaladizo, donde era difícil avanzar en filas de tres. Había que marchar rápidamente bajo la lluvia de golpes.

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¡El triángulo azul! Este sería el distintivo de los españoles republicanos; el que nos diferenciaba de los otros detenidos. Este triángulo estaba destinado, en principio, a los "apátridas", pero lo cierto es que sólo lo llevamos nosotros. En Francia fueron detenidos "apátridas" de Italia, de Hungría, de Alemania, pero a ninguno de ellos le dieron el triángulo azul. Ello prueba que había sido creado especialmente para nosotros con el fin de que fuésemos "controlados" y distinguidos en todos los campos. (Los diferentes triángulos que llevaban los deportados eran: verde para los criminales; negro, para los asociales; marrón, para los gitanos-zíngaros ; violeta para los creyentes y los curas alemanes; dos triángulos invertidos y amarillos -estrella de David- para el distintivo de los judíos; rojo, el de los políticos alemanes y austríacos; rojo -con la inicial de cada país, escrita en negro- era el distintivo de todos los deportados políticos. Y azul, con la S blanca, el de los españoles.)

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Me dieron un número. Mariano Constante había dejado de existir. Allí, en Mauthausen, me llamaría: Spanier 4584.

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Al formar me fijé en que un grupo de 40 o 50 de los nuestros, enfermos y agotados, habían sido separados, entrando los últimos en las duchas.

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Cuando los hombres válidos fuimos conducidos a la barraca, ellos entraron en los sótanos de las duchas y no los volvimos a ver más. ¿Inyección de
gasolina? ¿Pelotón de ejecución? ¿Cámara de gas? Lo ignoro, lo cierto es que no quedó ninguna huella de aquellos compatriotas nuestros.

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El 9 de abril de 1941, dos días después de nuestra llegada, cayó una gran nevada y sufrimos el primer castigo colectivo. El pretexto fue que un compañero había salido del block después de las nueve de la noche. Una campana situada a la entrada del campo señalaba a las nueve de la noche el toque de queda y nadie podía salir del block, bajo pena de ser tiroteado por los SS de guardia. Nos hicieron levantar y, vestidos tan sólo con el calzoncillo transparente, descalzos, por medio de golpes de porra, los alemanes nos obligaron a correr y a echarnos al suelo, sobre la nieve, en medio de la calle. Al cabo de dos horas, cuando la nieve estuvo completamente apisonada, se nos dio permiso para volver a las barracas. Pocos pudimos dormir aquella noche. Para algunos de los nuestros aquello fue el comienzo y el fin del calvario: al día siguiente morían de congestión pulmonar.

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Los monstruosos métodos de exterminazión, organizados concienzudamente, y la destrucción total de los agotados y de los enfermos, eran calculados teniendo en cuenta la entrada de nuevos presos, e incluso el buen o mal humor de los SS, los cuales, a la menor falta, desencadenaban lo que nosotros llamábamos una "ofensiva". Por ejemplo: si un día decidían que del grupo de la cantera -unos 300- no debían regresar al campo más que 150 hombres válidos, entonces apaleaban, torturaban, imponían duros trabajos sin tregua alguna, y asesinaban hasta que no quedara más que el cupo previsto: los 150. Los demás, los heridos o muertos, representaban la "escoria para el crematorio". Las heridas producidas por los palos y los afilados cantos de los bloques de granito eran los recursos más usados para el exterminio. Las heridas, faltos de medicamentos, se iban infectando bajo los trapos con que las vendábamos y, poco a poco, la infección se iba extendiendo, gangrenando los brazos o las piernas. Y al cabo de ocho o diez días, pedazos de carne humana putrefactos se desprendían de los miembros heridos de nuestros compatriotas, que morían tras atroces sufrimientos.

Cada ocho días los SS hacían una selección de los más agotados y enfermos, para enviarlos a Gusen. Aquel día fueron designados unos cincuenta o sesenta compañeros, entre ellos mis amigos y camaradas Julio Hernández y don Enrique García.

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Gusen era un campo anexo a Mauthausen. Se encontraba a cuatro kilómetros al oeste, junto al Danubio, por la carretera de Linz. En él había también una cantera explotada por la organización SS, pero nosotros ignorábamos lo que allí ocurría, ya que ningún prisionero de los destinados allí volvía al campo central. Nuestra ignorancia era tal en aquella época, que durante algún tiempo creímos que se trataba de un campo para enfermos. Algunos compatriotas llegaron, incluso, a ir voluntarios a él. Gusen era la última etapa de la exterminación, el "matadero", como lo bautizaríamos más tarde los españoles, donde iban a parar todos los que no servían ya para nada en Mauthausen.

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Fue en Gusen, durante los años 1941 y 1942, donde fueron "rematados" la mayoría de los españoles, muertos después de haber sido aplastados físicamente en los trabajos forzados de Mauthausen. Sólo un pequeño puñado de compatriotas nuestros pudo salir con vida de aquel campo. Más tarde, al llegar prisioneros políticos de otros países, con ellos se emplearon los mismos métodos. Los SS construyeron un segundo Gusen, junto al primero -había así Gusen I y Gu-sen II-, cuando llegaron nuevos deportados; especialmente los soviéticos.