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Como agua en la piedra
Jonathan Power
. Editorial Debate. Madrid, 2001 (p. 13, 14 y 161 a 165)
Amnistía Internacional, fundada hace cuarenta años, fue calificada casi de inmediato de "una de las más grandes locuras de nuestra época". La idea, tan estrafalaria entonces, consistía en reunir información sobre personas encarceladas exclusivamente por sus ideas políticas y después, por medio de un ejército de activistas voluntarios, bombardear a los gobiernos responsables con cantidades masivas de cartas, tarjetas postales y telegramas pidiendo la libertad inmediata e incondicional de las víctimas. Por sus primeras actividades, fue denunciada como "subversiva" y "agente de Satán". Entre sus detractores han figurado el ayatolá Jomeini de Irán, Idi Amín de Uganda, Sadam Husein de Irak, Augusto Pinochet de Chile y la ex primera ministra británica Margaret Thatcher. En el decenio de 1990, las críticas han sido más sutiles.

Los ataques no han llegado sólo de dirigentes gubernamentales, sino también de escépticos de los medios de comunicación. Algunos han afirmado que Amnistía se ha convertido en una organización respetable, en parte del establishment internacional. Otros han dicho que ha perdido su perfil único y se ha sumergido entre los innumerables grupos de derechos humanos. El latigazo más hiriente de cuantos ha recibido ha sido quizá la afirmación de que las campañas de publicidad de Amnistía han tenido como consecuencia el desarrollo de métodos de tortura y represión aún más insidiosos, ideados para evitar la infamia de la revelación mundial. "¿Han conseguido en realidad los triunfos del grupo de presión de los derechos humanos, al hacer campaña de modo tan ruidoso en favor de presos individuales, que el asesinato político sea una solución más eficaz para los gobiernos represivos?", se preguntaba Caroline Moorehead en Index on Censorship, en 1994.

Pero los presos, con harta frecuencia, han sido puestos en libertad. Las postales, los telegramas y los paquetes llegan a su destino, de donde a su vez llegan cartas, en muchos casos sacadas a escondidas de la cárcel o burlando a los censores de los aeropuertos. La misma semana que un joven estudiante de derecho fue condenado a tres años de prisión en un país de Europa oriental -había sido detenido después de recoger firmas para pedir la libertad de los presos políticos-, su padre escribió a Amnistía: "He experimentado la bendición de su llamamiento, pues ustedes han levantado su voz en defensa de mi hijo. (...) Amnistía Internacional es una luz en nuestra época, especialmente para aquellos sobre cuyos ojos ha caído la oscuridad, cuando las puertas de la cárcel se cierran tras ellos. Gracias a su trabajo desinteresado esta luz brilla sobre el círculo cada vez más amplio de aquellos que la necesitan."

[...]

Benenson, que tenía cuarenta años cuando se le ocurrió la idea de Amnistía, llevaba a cabo actividades relacionadas con los derechos humanos desde hacía tiempo. Fue abogado defensor en varios juicios políticos, y en 1959 fue miembro fundador de Justice, una organización pluripartidista de abogados británicos que luchó por el mantenimiento del estado de derecho y el cumplimiento de la Declaración Universal de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Después, en noviembre de 1960, su imaginación se avivó al leer en un periódico una noticia sobre dos estudiantes portugueses en Lisboa durante los tiempos oscuros de la dictadura de Salazar. Habían sido detenidos y condenados a siete años de prisión por levantar sus vasos en un brindis por la libertad.

¿Cómo, se preguntó Benenson, se podía persuadir a las autoridades portuguesas de que pusieran en libertad a aquellas víctimas de la indignante opresión? Había que idear alguna manera de bombardear el régimen de Salazar con protestas escritas. Como observó más tarde Martin Ennals, futuro secretario general de Amnistía, fue "una idea asombrosa el que los presos de conciencia pudieran ser liberados escribiendo cartas a los gobiernos". A medida que Benenson alimentaba la idea, ésta echaba raíces y ramas en su mente. ¿Por qué, pensó, hacer sólo una campaña para un país; por qué no una campaña de un año para llamar la atención de la opinión pública hacia la situación de los presos políticos y religiosos de todo el mundo? El año 1961 parecía un buen momento para lanzar su iniciativa, pues se conmemoraba el centenario de la liberación de los esclavos en Estados Unidos y de los siervos en Rusia.

Benenson se puso en contacto con dos personas de Londres que, según pensó, podían estar interesadas en la idea y cuya reputación y contactos podían ayudarle a imprimir impulso a la idea: Eric Baker, un destacado cuáquero, y Louis Blom-Cooper, un abogado conocido en el ámbito internacional. Los tres hombres decidieron llamar a la campaña "Llamamiento por la Amnistía, 1961" (Appeal for Amnesty, 1961). Sus objetivos eran limitados pero claros: trabajar imparcialmente por la liberación de las personas encarceladas por sus opiniones, procurarles un juicio con las debidas garantías, ampliar el derecho de asilo, ayudar a los refugiados políticos a encontrar trabajo e instar la creación de mecanismos internacionales efectivos para garantizar la libertad de opinión. En la oficina de Benenson en Londres, recogerían y publicarían información sobre personas a las que éste llamaría después "presos de conciencia". Los tres hombres hablaron con sus amigos y pronto tuvieron un núcleo de partidarios, en su mayoría abogados, periodistas, políticos e intelectuales.

Benenson recabó el apoyo de su amigo David Astor, director desde hacía tiempo del influyente periódico dominical liberal The Observer, que accedió a facilitar espacio para la primera actividad pública del nuevo grupo.

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El artículo apareció en las páginas de The Observer a toda plana. Le Monde publicó simultáneamente su propio artículo, y al día siguiente otros periódicos lo reprodujeron: The New York Herald Tribune, Die Welt, Le Journal de Genéve, Politiken de Dinamarca y Dagbladet de Suecia, así como periódicos de Holanda, Italia, Sudáfrica, Bélgica, Irlanda y la India. Incluso en Barcelona, un periódico, asumiendo un riesgo con el régimen de Franco, mencionó su publicación.

El artículo publicado en The Observer se centraba en ocho personas a quienes Benenson llamó "presos olvidados". Entre ellas estaba el doctor Agostino Neto, un poeta angoleño que después sería el primer presidente de la Angola independiente. Era uno de los sólo cinco doctores africanos de Angola, pero sus esfuerzos para mejorar la salud de los africanos, unidos a sus actividades políticas, habían resultado inaceptables para las autoridades. Fue azotado en presencia de su familia, detenido y encarcelado en las islas de Cabo Verde sin juicio. Otro "preso olvidado" era Constantin Noica, un filósofo rumano que había sido condenado a veinticinco años de cárcel por "conspirar contra la seguridad del Estado" y "difundir propaganda hostil al régimen". Los otros eran Antonio Amat, un abogado español encarcelado sin juicio durante tres años por tratar de formar una coalición de grupos democráticos; Ashton Jones, un pastor religioso estadounidense de 65 años de edad que había sido apaleado reiteradamente y encarcelado en tres ocasiones en Lousiana y Texas por pedir la igualdad de derechos para los negros; Patrick Duncan, un sudafricano blanco encarcelado por su oposición al apartheid; Tony Abiaticlos, un comunista y sindicalista griego encarcelado por sus actividades contra el régimen; el cardenal Mindszenty, de Hungría, que había sido encarcelado primero, convertido después en refugiado en su propio país, atrapado en la embajada estadounidense en Budapest; y el arzobispo de Praga Josef Beran, también encarcelado por su oposición al régimen de su país.

Fue una propaganda eficaz, que tocó una amplia gama de centros nerviosos políticos. La reacción fue abrumadora: un torrente de cartas y donativos, junto con una gran cantidad de información sobre miles de presos de conciencia. En un acto de inspirada improvisación, esta preocupación se canalizó poniendo a los simpatizantes en contacto con otros que vivían en las cercanías y animando a las iglesias y las escuelas a constituir grupos. Cada grupo debía "adoptar" a presos individuales y después comenzar a molestar a los gobiernos responsables. Debían ponerse en contacto con las familias de los presos, enviarles regalos y recaudar dinero para ellas. Sobre todo, debían escribir al preso, aun cuando no fuera posible una respuesta, con la esperanza de que al menos una carta llegase y un preso supiera que alguien en otro lugar se preocupaba por su situación. Esta idea, típicamente británica -local, mesurada, frugal, comprometida con el trabajo salvando las fronteras ideológicas y raciales- fue sorprendentemente eficaz en la escena internacional.

Benenson pidió a una artista británica, Diana Redhouse, que diseñara un emblema para Amnistía basado en una vela rodeada por alambre de espino. La imagen, que ilustraba con brillantez el espíritu del movimiento, se le había ocurrido, dijo Benenson, al recordar el antiguo proverbio "es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad". La primera vela de Amnistía se encendió el Día de los Derechos Humanos, en diciembre de 1961, en las escaleras de la bella iglesia diseñada por Wren, St. Martin-in-the-Fields, en la esquina de Trafalgar Square, Londres.

[...]

Significativamente, mientras Odette encendía la primera vela, un grupo del que formaban parte Carola Stem, directora de una gran casa de publicidad, y un periodista, Herd Ruge, fundaban la primera sección de Amnistía fuera de Gran Bretaña, en la República Federal de Alemania. Sus primeros tres presos adoptados fueron un poeta soviético, un testigo de Jehová de España y un escritor comunista de Sudáfrica. Esto fue sólo el comienzo: otros grupos nacionales comenzaron a surgir en todas partes. Era importante unir los grupos, intercambiar y coordinar ideas. Sólo ocho semanas después del lanzamiento del domingo de la Trinidad, delegados de Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Irlanda, Suiza y Estados Unidos se reunieron en un café de Luxemburgo. Había una firme convicción en dos aspectos. Primero que Amnistía no debía ser flor de un día o un año; debía convertirse en un movimiento permanente. Segundo, debía cambiar su nombre por el de Amnistía Internacional. Al término de aquel año había grupos de Amnistía en Bélgica, Grecia, Australia, Suecia, Noruega, Suiza, Francia, República Federal de Alemania, Irlanda, Países Bajos, Reino Unido y Estados Unidos.
 


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