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Historia de la pena de muerte

Introducción


A lo largo de la historia la pena de muerte ha sido la pena por excelencia. Quienes han detentado el poder en las distintas épocas y culturas han encontrado en ella un instrumento determinante para imponer su modelo social; o para perpetuar, abiertamente y sin tapujos, sus propios privilegios.
Los reyes, los sacerdotes de las distintas religiones, las cúpulas dirigentes de cualquier sociedad, siempre han reivindicado de forma unánime, hasta tiempos muy recientes, el ejercicio legítimo, en determinadas circunstancias, de la máxima violencia contra sus súbditos: la pena de muerte.

Para reforzar su autoridad, no se han limitado sólo a la ejecución física de aquellos que osaban desafiar el orden establecido, sino que de forma generalizada, la muerte debía llegar precedida y acompañada del tormento, cumpliendo entonces la ejecución una triple función: castigar la transgresión, eliminar físicamente al transgresor y advertir al resto de la sociedad de los peligros que comporta el desafío a la autoridad.

En tiempos pretéritos, la adopción de la pena de muerte por parte las distintas sociedades significó la negación del derecho a la venganza privada por parte de los individuos: el grupo, el clan, la comunidad, asumiendo la administración de la venganza, ponía freno de alguna manera a la subjetividad individual en casos de ofensas o agresiones. De esta forma, se limitaban las represalias privadas desmesuradas, así como las cadenas de sucesivas venganzas entre individuos o grupos.

El traspaso de la gestión de la venganza del individuo a la sociedad fue un primer paso. El segundo paso consistió en la elaboración de leyes, de forma que las sentencias dejaban de estar en manos del subjetivo criterio de quién administraba la justicia. El tercer paso consistió en la eliminación del tormento como método de interrogación, o como pena complementaria a la ejecución. El cuarto paso, todavía sin consumar plenamente, es la abolición de la pena de muerte. El último, el impulso de modelos judiciales basados en la redención y la reinserción social en lugar del castigo expiatorio.

La abolición de la pena de muerte hay que enmarcarla, como un indicador más, dentro de la gran aventura de la humanidad por dotarse de unas formas de organización social más acordes con las necesidades vitales (materiales y emocionales) de todos sus miembros. Esta magna aventura sigue abierta: nos queda mucho por progresar en el gran proyecto de conseguir un mundo más justo. Dentro de este gran proyecto, la abolición de la pena de muerte y la tortura son dos objetivos irrenunciables.


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