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La última esperanza de los apátridas desamparados
Pablo Herraiz.
El Mundo, 28-5-2003
Llevan juntos 26 años. Ahora hace 20 días que esperan, inseparables, frente a la puerta de la Oficina de Asilo y Refugio, en la calle de Pradillo. No tienen papeles. Felicija no tiene siquiera la nacionalidad de su país de nacimiento, Lituania. Es apátrida.

Su marido, Rimantas Skaringa, también quiere serlo, pero todavía mantiene su pasaporte. «No tengo dinero para pagar los trámites de la renuncia», comenta. Es un hombre callado y de mirada serena, que comparte con su esposa las penas y el deseo de legalizar su situación.

¿Por qué convertirse en apátrida? Felicija Skaringiené tenía tierras en un pequeño pueblo lituano, cerca de la capital, Vilna.Allí lo perdió todo: «Mi tierra, mi casa, tractores, camiones, aparatos para el campo... Tuve que empeñarlo en una caja rural de mi país y al final lo perdí porque no tenía dinero para pagar la fianza».

Por eso renunció a su pasaporte. Está desencantada con su Gobierno, pese a que ama Lituania. Pero ser un errante es aún más difícil que ser inmigrante sin papeles; es ser un paria, un excluido.

A Felicija no le han dado permiso de residencia y trabajo en España, al igual que a Rimantas, pero él al menos podría volver a Lituania. Ella no. Por eso hace 20 días que duermen en un banco frente a la Oficina de Asilo, por los papeles que les denegaron.Confían en que alguien les ayudará.

En el poco y confuso español que habla, Felicija explica cómo ha cambiado su situación. Al principio, pensó que renunciar a la nacionalidad lituana y conseguir los papeles en España sería sencillo.

Pero el pasado 20 de mayo, el Ministerio del Interior, a través de la Dirección General de la Policía, les envió un ultimátum: tienen 15 días para abandonar España.

Sólo les quedan siete. Y no quieren marcharse. «¿Adónde puedes ir cuando no tienes pasaporte de ningún sitio?», se lamentan.«Es absurdo. No nos van a admitir en ningún país».

Aun con la desgracia que se les echa encima, la mirada de Felicija y Rimantas tiene esperanza, pero ésta disminuye cada día que pasa. Son amables y se alegran de que alguien hable con ellos.Tienen una larga historia a sus espaldas.

En Lituania él era mecánico de tractores y ella profesora; con las tierras heredadas de los abuelos de ella, se convirtieron en campesinos. Hace dos años y medio vinieron a trabajar a un pueblo de La Mancha, Manzanares, y allí permanecieron como jornaleros hasta que se trasladaron a la capital.

Llegaron a Madrid con 50 euros. Ya no les queda ni un céntimo.Dicen que la gente se les acerca, les da tabaco, comida o dinero y, lo que es igual de importante, habla con ellos. «Estamos muy agradecidos a todos los que nos han ayudado, eso demuestra que en España hay personas buenas».

Tienen dos hijos, uno de 18 años y otro de 25, y a Felicija se le ilumina la mirada cuando habla de ellos. El mayor vive en Valencia, pero no puede ayudar a sus padres. «No tiene trabajo y vive en un piso que apenas puede pagar. Ahora quiere volver a Lituania para conducir camiones y ganar más dinero».

Para colmo, su hijo menor está a punto de venir a España. ¿Sabrá que sus padres viven en la calle? Probablemente, no.

Ahora necesitan un último favor, y el tiempo se les acaba. «Nos hace falta un abogado que nos quiera ayudar. Nosotros no tenemos dinero ni papeles, pero en siete días tenemos que marcharnos de España. ¿Adónde vamos a ir?».

Las últimas noches han sido bastante frías, y ella, en el banco de la calle de Pradillo, ha sufrido unas tiritonas nocturnas que les hicieron pensar que estaba enferma. Felicija no puede ir a ningún otro país. Si se marchasen a Francia, como habían pensado, les pasaría lo mismo que aquí, mientras el tiempo corre en su contra.

No pierden la esperanza de encontrar ayuda, pero aún no saben lo que pasará con sus vidas de aquí a una semana.