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El juez sangriento
Jess Franco.
El País Semanal, 4-12-2005
George Jeffreys ordenó crueles ejecuciones, torturas monstruosas y la deportación de centenares de ingleses a las colonias de América. Primero al servicio de Carlos II y después al de Jaime II, supo bandearse entre protestantes y católicos y mantenerse fiel a una única ley: su propia crueldad.
El 15 de mayo de 1648 vio la luz en Acton Park (País de Gales) uno de los personajes más oscuramente siniestros de la historia del Reino Unido, y también uno de los más dañinos, manipuladores y sanguinarios: el juez George Jeffreys, lord de Justicia de la corona y responsable de más de 320 ejecuciones directas, así como de la muerte, después de suplicios horrorosos, de otros 300, por el simple hecho de ser católicos y haberse negado a abjurar de sus creencias. Otros tantos, al menos, fueron deportados a las colonias de América para ser vendidos como esclavos.

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Era un hombre muy inteligente que tenía que bandearse, para su propio provecho, entre católicos y protestantes. Por eso seguramente no quiso nunca leyes escritas, sino decretos y sentencias que ni siquiera sentaban jurisprudencia. No debemos olvidar que el derecho romano, base de nuestro sistema legal, no se conocía ni en Inglaterra, ni en la Europa del centro o del norte, mucho más atrasadas. Los éxitos políticos de Jeffreys fueron puntuales en general, siempre apoyándose en las represiones más crueles. Fueron premios de la corona a su utilidad como ejecutor, a pesar de la ausencia total de una legislación que apoyara sus acciones.

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La pena capital, que no existía en Inglaterra para delitos de opinión, fue, sin embargo, una de las bases de su poder. Se valió de sus atribuciones para dictar sentencias tan arbitrarias como la de Algernon Sidney, condenado y ejecutado sin pruebas de una mínima solidez en la llamada conjura de Rye House, aunque este nefasto proceso hizo que Jeffreys se convirtiera en barón Jeffreys.

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Fue cabeza visible de protestantes, pero también de católicos. Con su inteligencia, y sobre todo con su palabrería –según las crónicas, era un hombre de discurso fluido y brillante, como no pocos tiranos de todos los tiempos–, lograba convencer a todos (plebeyos o lores, católicos o protestantes) y conseguía justificar a corto plazo lo injustificable: las mutilaciones y las torturas a supuestos o supuestas herejes –si eran mujeres era capaz de inventar las torturas más terribles–, a veces en pro de la justicia o el orden, a veces para ahogar los brotes heréticos. Al estar investido de la máxima autoridad, sus actos no tenían la misma repercusión que los de los inquisidores franceses (los dominicos en Francia sufrieron el gran desprestigio después de las matanzas de herejes de Cataros en Albi) o de los inquisidores españoles, torpes alumnos de Torquemada y groseros defensores de un supuesto orden religioso.

En Inglaterra, esto se hizo mucho mejor. En primer lugar, los tribunales eran simplemente locales y sin poderes ejecutivos, y aparentemente seguían basados en la presunción de inocencia de los acusados. Y sus dictámenes eran, al menos oficialmente, recomendaciones o sugerencias a la autoridad. En cambio, en la Europa del sur y del este, los tribunales de la Inquisición tenían una vigencia estatal y eran todopoderosos. De hecho, los tribunales ingleses dependían casi al ciento por ciento de la personalidad de cada juez y de sus decisiones. George Jeffreys fue el lord canciller de Justicia en el principal tribunal de Inglaterra, el Old Baily de la ciudad de Londres. Él, que era casi un showman, se convirtió en un personaje popular. Dado que además era un hombre con gran sentido del humor, sus comentarios, hasta las simples preguntas a los acusados, divertían al populacho. Y Jeffreys se ensañaba con sus ironías, sobre todo con las mujeres. Cuando encontró la fórmula: herejía igual a brujería y brujería igual a brujas, o sea, a mujeres, su éxito se hizo aún mucho mayor. El Old Baily se convirtió, en muchas ocasiones, en un odioso espectáculo en el que chicas inocentes sufrían el escarnio de la palabra de Jeffreys, las torturas consiguientes y las condenas por brujería, que solían ser la muerte de la acusada en la hoguera, como espectáculo público. Está comprobado que el número de ejecuciones de mujeres ordenadas por Jeffreys fue muy superior al de hombres. ¿Eran las mujeres especialmente malvadas? No, simplemente servían mejor para el espectáculo popular. Acusadas de brujería, se las sometía a unas pruebas que determinarían su triste futuro: si las heridas que les infligían no sangraban o si el agua hirviente sobre sus cuerpos dejaba de humear, eran culpables, y nadie tenía potestad para contradecir los dictámenes de aquel tribunal. Muchas veces, jueces y verdugos se recreaban en la ejecución de estas pruebas, desnudando públicamente a las encausadas, quemando e hiriendo sus cuerpos sin la menor piedad hasta que, vencidas, admitían estar al servicio del demonio y aceptar el castigo que se les impusiera. Como casi ninguna sabía escribir, tenían que poner una cruz al pie de su declaración. Después, las ejecuciones en la hoguera eran lentas y monstruosas. Sólo si las encausadas o sus familias tenían dinero y pagaban a los verdugos, éstos aceleraban su agonía, atravesando sus cuerpos con espadas o lanzas o precipitándolos en la hoguera. En cuanto a los hombres, la mayor parte de las veces eran condenados a la esclavitud y vendidos en las Indias Occidentales al mejor postor.

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