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La esclavitud femenina (1869)
John Stuart Mill (1806-1873). www.cervantesvirtual.com
Capítuo 1:

Me propongo en este ensayo explanar lo más claramente posible las razones en que apoyo una opinión que he abrazado desde que formé mis primeras convicciones sobre cuestiones sociales y políticas y que, lejos de debilitarse y modifícarse con la reflexión y la experiencia de la vida, se ha arraigado en mi ánimo con más fuerza.

Creo que las relaciones sociales entre ambos sexos,-aquellas que hacen depender a un sexo del otro, en nombre de la ley,-son malas en sí mismas, y forman hoy uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad; entiendo que deben sustituirse por una igualdad perfecta, sin privilegio ni poder para un sexo ni incapacidad alguna para el otro.

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Si la opinión fuese únicamente fruto del raciocinio, una vez refutado éste, los fundamentos del error quedarían quebrantados: pero si la opinión se basa esencialmente en el sentimiento, cuanto más maltratada sale de un debate, más se persuaden los que la siguen de que el sentimiento descansa en alguna razón superior que ha quedado por impugnar: mientras el sentimiento subsiste, no le faltan argumentos para defenderse. Brecha que le abran, la cierra en seguida. Ahora bien: nuestros sentimientos relativos a la desigualdad de los dos sexos son, por infinitas causas, los más vivos, los más arraigados de cuantos forman una muralla protectora de las costumbres e instituciones del pasado. No hemos de extrañar, pues, que sean los más firmes de todos, y que hayan resistido mejor a la gran revolución intelectual y social de los tiempos modernos; ni tampoco hay que creer que las instituciones larguísimo tiempo respetadas, sean menos bárbaras que las ya destruidas.

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Capítulo 4:

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La mujer es la única persona (aparte de los hijos), que, después de probado ante los jueces que ha sido víctima de una injusticia, se queda entregada al injusto, al reo. Por eso las mujeres apenas se atreven, ni aun después de malos tratamientos muy largos y odiosos, a reclamar la acción de las leyes que intentan protegerlas; y si en el colmo de la indignación o cediendo a algún consejo recurren a ellas, no tardan en hacer cuanto es posible por ocultar sus miserias, por interceder en favor de su tirano y evitarle el castigo que merece.

Todas las condiciones sociales y naturales concurren para hacer casi imposible una rebelión general de la mujer contra el poder del hombre. La posición de la mujer es muy diferente de la de otras clases de súbditos. Su amo espera de ella algo más que servicios. Los hombres no se contentan con la obediencia de la mujer: se abrogan un derecho posesorio absoluto sobre sus sentimientos. Todos (a excepción de los más brutales), quieren tener en la mujer con quien cohabitan, no solamente una esclava, sino también una odalisca complaciente y amorosa: por eso no omiten nada de lo que puede contribuir al envilecimiento del espíritu y a la gentileza del cuerpo femenino.

     Los amos de los demás esclavos cuentan, para mantener la obediencia, con el temor que inspiran o con el que inspira la religión. Los amos de las mujeres exigen más que obediencia: así han adulterado, en bien de su propósito, la índole de la educación de la mujer, que se educa, desde la niñez, en la creencia de que el ideal de su carácter es absolutamente contrario al del hombre; se la enseña a no tener iniciativa, a no conducirse según su voluntad consciente, sino a someterse y ceder a la voluntad del dueño. Hay quien predica, en nombre de la moral, que la mujer tiene el deber de vivir para los demás, y en nombre del sentimiento, que su naturaleza así lo quiere: preténdese que haga completa abstracción de sí misma, que no exista sino para sus afectos, es decir, para los únicos afectos que se la permiten: el hombre con quien está unida, o los hijos que constituyen entre ella y ese hombre un lazo nuevo e irrevocable.-Si consideramos en primer término la atracción natural que aproxima a ambos sexos, y después el completo estado de sumisión de la mujer a la autoridad del marido, de cuya gracia lo espera todo, honores y placeres, dignidad y enseñanza, y, por último, la imposibilidad en que se encuentra de buscar y obtener el objeto principal de la ambición humana, la consideración y demás bienes de la sociedad, que sólo alcanza mediante el hombre, vemos que sería preciso un milagro para que el deseo de agradar al hombre no llegue a ser en la educación y formación del carácter femenino una especie de estrella polar que señala rumbo fijo e invariable.

     Una vez dueño de este gran medio de influencia sobre el alma de la mujer, el hombre se ha valido de él con egoísmo instintivo, como de un arbitrio supremo, y para tenerlas sujetas les pintan su debilidad, y la abnegación, la abdicación de toda voluntad en manos del hombre, como quinta esencia de la seducción femenina.

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Capítulo 5:

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En la actualidad, en los países más adelantados, las incapacidades de la mujer son, con levísimas excepciones, el único caso en que las leyes y las instituciones estigmatizan a un individuo al punto de nacer, y decretan que no estará nunca, durante toda su vida, autorizado para alcanzar ciertas posiciones.

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La subordinación de la mujer surge como un hecho aislado y anómalo en medio de las instituciones sociales modernas: es la única solución de continuidad de los principios fundamentales en que éstas reposan; el único vestigio de un viejo mundo intelectual y moral, destruido en los demás órdenes, pero conservado en un solo punto, y punto de interés universal, punto esencialísimo.

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Capítulo 28:

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La ley de la servidumbre en el matrimonio es una monstruosa contradicción, un mentís a todos los principios fundamentales de la sociedad moderna y a toda la experiencia en que se apoyó para deducirlos y aplicarlos. Aparte de la esclavitud de los negros, hoy abolida, es el único ejemplo en que vemos a un miembro de la humanidad, en la plenitud de sus facultades intelectuales, entregado a merced de otro, sin más garantía que la esperanza de que éste hará uso de su poder constantemente en bien de la sierva. El matrimonio es la única forma de servidumbre admitida ya por nuestras leyes. No hay más esclavos legalmente reconocidos sino las amas de casa.

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Representaos la perturbación moral del mocito que llega a la edad viril en la creencia que, sin mérito alguno, sin haber hecho nada que valga dos cuartos, aunque sea el más frívolo y el más idiota de los hombres, por virtud de su nacimiento, por ley sálica, por la potencia masculina, derivada de la cooperación a una función fisiológica, es superior en derecho a toda una mitad del género humano sin excepción, aun cuando en esa mitad se encuentren comprendidas personas que en inteligencia, carácter, educación, virtud o dotes artísticas le son infinitamente superiores.

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La relación del marido con la mujer se parece mucho a la del señor con sus vasallos; sólo que la mujer está obligada a mayor obediencia todavía para con su marido, de lo que nunca estuvo el vasallo con el señor feudal.

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Capítulo 36:

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Lo que son para el hombre (en sociedades donde no ha penetrado la ilustración) el color, la raza, la religión o la nacionalidad en los países conquistados, es el sexo para todas las mujeres en todo país; una exclusión radical de casi todas las ocupaciones honrosas. Los sufrimientos que se engendran de estas causas despiertan de ordinario tan poca simpatía, que casi nadie se ha fijado en la suma de dolores y amarguras que puede causar a la mujer el convencimiento de una existencia fallida y ahogada; estos sufrimientos llegarán a ser mayores y más comunes a medida que el incremento de la instrucción cree desproporción mayor entre las ideas y las facultades de las mujeres y el límite que la sociedad impone a su actividad. Cuando considero el daño positivo causado a la mitad de la especie humana por la incapacidad que la hiere, la pérdida de sus facultades más nobles y de su felicidad posible, y el dolor, la decepción y el descontento de su vida, comprendo que, de lo mucho que falta al hombre por luchar para vencer y disminuir las miserias inseparables de su destino sobre la tierra, lo más urgente es que aprenda a no recargar, a no agravar los males que la naturaleza le impone, con egoísmos, injusticias y celosas preocupaciones que restringen mutuamente su libertad y la de su compañera. Nuestros vanos recelos no hacen más que sustituir males que tememos sin razón, con otros positivos; mientras al restringir la libertad de nuestros semejantes por motivos que no abona el derecho y la libertad de los demás seres humanos, agotamos el más puro manantial donde el hombre puede beber la ventura, y empobrecemos a la humanidad arrebatándola inestimables bienes, los únicos que hermosean la vida y dignifican el alma.