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El palanquín de las lágrimas

Chow Ching Lie, Georges Walter. Noguer. Barcelona, 1980 (p. 7, 15, 62, 68, 73)
He nacido en la China de la miseria y de las lágrimas. Niña aún, sufrí y lloré desde muy pronto. Era bonita: esto no es un mérito, pero fue una maldición. De haber sido fea y deforme, sin duda no me hubiesen casado a la fuerza cuando tenía trece años. Pero mi desgracia no procedía sólo de mi belleza, sino que representaba la imagen de un vasto país, en el que no era bueno vivir, en donde no era bueno, sobre todo, nacer si se tenía la desgracia de ser una niña. Yo hubiese podido venir al mundo de una familia pobre en la que, al nacer, me hubieran envuelto en unos trapos y tirado a la basura. ¿Qué es más cruel, ahogar al nacer a una niña, o más tarde, no pudiendo criarla, venderla para que llegara a ser pupila de una de las casas de lenocinio de la Calle Cuarta de Shanghai? Esto que digo no data de la Edad Media: era la suerte de la china a mediados del siglo xx y más exactamente hasta Mao Tse-tung quien, en 1950, dictó la primera ley prohibiendo, entre otras cosas, la matanza de los recién nacidos, así como los matrimonios a la fuerza y el abuso de poder de las suegras, plagas tan dolorosas en el país como las inundaciones y las hambres.

[...]

Los dos niños nadaban en el río cuando les echó la vista encima una vieja casamentera. Esta era una profesión a la que se dedicaban personas de uno u otro sexo, buscadas y despreciadas a la vez. Nuestra casamentera, viendo a los dos chiquillos, corrió a casa de una viuda de la vecindad que tenía una niña de cuatro años, y la llevó hasta la orilla del río, diciéndole: «Mira a esos dos niños. Sin duda son de buena familia y hasta ricos, ya que su padre acaba de venir de Shanghai para hacerse aquí su casa. Escoge de los dos al que prefieras para tu hija y deja lo demás de mi cuenta.» La pobre viuda miró jugar a los dos niños y señaló con el dedo al mayor, al que había de ser mi padre. Le prefirió al otro porque tenía la piel más blanca. (Por extraño que parezca, para los chinos de aquella época, la piel blanca, blanca como la de los extranjeros, era un ideal de belleza envidiable. Así, se decía que en la mujer había tres bellezas: la de los ojos, la de la nariz y la de la boca, pero que la piel blanca valía por las tres.) En cuanto a mí se refiere, bendigo su elección, pues el otro niño, mi futuro tío era un pobre de espíritu desde su nacimiento y no mejoró mucho con el tiempo.

A continuación, la casamentera se presentó en casa de mi abuelo para colocarle su discurso:

-Querido Tsu Hon, hay en la vecindad una niña monísima. Su madre es viuda, pero muy seria. Es una buena cosa para vuestra familia, ya que sin ser rica, no es frivola. Y como es trabajadora, la hija lo será también. Yo creo que resultaría conveniente para vosotros que se comprometiera con vuestro hijo.

Mi abuelo fue a ver a la niña. La encontró agradable y el asunto se resolvió inmediatamente. Y así fue como mi padre y mi madre se prometieron a la edad de seis y de cuatro años.
A la casamentera la pagaban las familias en el momento de los esponsales. Pero los prometidos, que casi nunca sabían nada de su situación, sólo se conocían en vísperas de la boda. En aquellos tiempos, jamás se rompía un compromiso de esta clase. No cumplir la palabra dada era una vergüenza y un escándalo.

Una vez prometida, Tsong Hai, mi futura madre, permaneció en Cantón. Tsu Hon enviaba dinero a la madre de la pequeña a fin de que ésta pudiese ir a la escuela primaria, en la que se le hizo estudiar tan sólo seis años: una niña no debía estudiar demasiado. ¿No se decía entre nosotros que «mujer que sabe poco tiene mucha virtud»? Y como la virtud era ante todo la obediencia, se pensaba que cuanto menos instruida, una mujer se consagraba más a su hogar, a sus hijos y sobre todo a su amo y señor: el marido. Así pues, Tsong Hai, después de los años de escuela, permanecería en su casa, en la que aprendería con su madre a tejer a mano y a máquina, hasta los dieciséis años, edad en la que se casaría.

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Esta era una de las prácticas anticuadas corrientes todavía en el suburbio de Kuangtong, en donde los pobres vendían a sus hijos. Se acudía allí a comprar un par de niñas como se compra una pareja de chivitos. La mejor edad para arrancar a las niñas de sus familias era a los ocho o nueve años. Nunca se les decía la verdad sino tan sólo que iban a hacer un viaje con personas muy buenas o algo por el estilo. Pero una vez llegadas a su destino se iniciaba inmediatamente su adiestramiento. Lo más urgente era extirpar su naturaleza infantil y quitarles las ganas de jugar, convirtiéndolas de la noche a la mañana en adultas. Claro que su suerte, a pesar de la crueldad de su destino, era variable, ya que todos los hombres no son iguales. Las compradas por personas bondadosas eran bien tratadas. Incluso, a veces, la joven esclava, al llegar a la edad de casarse, veía a sus amos prepararle el equipo nupcial y cubrirla de regalos. Pero también las niñas de Chaochow conocían muchas veces una suerte espantosa y sin remedio.

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La triste historia del segundo matrimonio de mi tío Wei Hing demuestra que si los viejos principios eran de una gran elevación, las viejas costumbres solían tener deplorables consecuencias. Ya hemos visto que para una viuda era un crimen volver a casarse. En cambio, casi era una obligación para el hombre que enviudaba.

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Esto no era una frase. Efectivamente, en Chaochow, si una esposa estaba convicta de adulterio era encerrada en una cabaña a la que se prendía fuego, y moría quemada viva. Aunque esto parezca increíble se practicaba todavía en casi toda China y nadie encontraba inadecuado tal castigo: antes, al contrario, parecía de lo más natural.